“Todo cambia, nada permanece”. Esta cita atribuida a Heráclito de Éfeso sería muy apropiada para empezar a hablar acerca de las recientes inundaciones de la ribera del Ebro. Aún no me he recuperado de la impresión después de escuchar a un propietario manifestar que “el agua nunca había llegado hasta aquí”. señalando su casa inundada. Creo que ‘siempre’, ‘nunca’, ‘todo’ y ‘nada’ son palabras demasiado grandes que, por la referencia absoluta que suponen, casi nunca se pueden utilizar con propiedad. Y esto es aún más cierto cuando se está hablando de una vivienda construida en la llanura de inundación de un río como el Ebro. Otros casos similares se producen periódicamente cada vez que hay inundaciones a causa de los temporales de otoño en la costa mediterránea. Inevitablemente aparece el más viejo del lugar señalando a un barranco profundísimo a punto de desbordar a la vez que dice: ‘esto no había pasado nunca’, como si la rambla no fuera precisamente el resultado de la repetición de episodios como ese mismo que tanto asombro causa.
El ser humano vive su vida en una escala tan distante de la de la mayoría de los procesos geológicos que, evolutivamente, no está preparado para aprehender las implicaciones de esta diferencia. A pesar de ello, tenemos una tendencia desaforada por ocupar algunos de los entornos más inestables geológicamente hablando: las riberas de los ríos, las costas, las laderas de los volcanes. Al mismo tiempo, nos asombra descubrir lo inermes que nos encontramos cuando la naturaleza reclama su espacio natural. Cuando uno escucha las declaraciones de los afectados y los políticos percibe claramente la perplejidad ante algo que les resulta absolutamente antinatural (cuando en realidad lo único seguro es el cambio). Así se habla de ‘defensas marítimas’, de lucha contra ‘el cambio climático’, de ‘limpieza de cauces’, cuando en realidad, lo único irreal es la existencia de esos propios conceptos. Sin embargo, se adoptan decisiones importantes sin tener una mínima noción de la escala del tiempo geológico, algo que posiblemente habría que enseñar en las escuelas.
Probablemente no se nos puede acusar de actuar así, dada nuestra preprogramación evolutiva. Yo mismo he sido víctima de ella recientemente. El fin de semana pasado perdí mi martillo Estwing en el campo. Llevaba conmigo desde el año 2003 y me abandonó exactamente 12 años y una semana después. Digo me abandonó porque, al igual que el anillo único se deslizó del dedo de Isildur buscando un nuevo dueño, mi martillo abandonó el soporte del cinturón donde siempre lo llevo al atravesar una zona de densa vegetación donde, muy probablemente, repose durante muchos años antes de que nadie lo encuentre. Cuando vi que no lo llevaba, volví sobre mis pasos para tratar de hallarlo entre la maleza. Di vueltas y vueltas pero fue imposible descubrir donde me abandonó. Regresé a casa con un sentimiento de pérdida tremendo, casi incompresible. Más allá del valor intrínseco que le confería que me lo hubiese regalado Geno, el caso es que, para mí, era como si hubiese estado conmigo siempre. Con él comencé a golpear rocas y más importante, aprendí que no siempre hay necesidad de hacerlo. Con él he estado en sitios de gran significado geológico. En muchas situaciones comprometidas, mi martillo era mi única compañía. Lo he usado como escala, como piolet, para montar una tienda de campaña y, claro está, para obtener muestras.
Y, a fin de cuentas, 12 años son bastante tiempo para una vida humana.
El caso es que hoy quería rendirle un pequeño homenaje y para ello he buscado la primera y la última fotografía en la que aparece mi viejo Estwing (sí, donde quiera que esté, ese martillo es mío). Respecto a la primera, no puedo estar seguro. Tan sólo puedo decir que es la más antigua que he encontrado. Es de abril de 2006 (me pregunto por qué no lo usé como escala hasta tres años después). Aún tiene su pegatina y el capuchón original para la punta del pico.
Respecto a la última no hay duda. Aquí está, el 8 de marzo de 2015. En recuerdo de ese viejo compañero.
Y tras este obligado acto de duelo, os doy un consejo: sujetad bien vuestros martillos, pero tened claro que no van a estar ahí para siempre. Como bien dijo @petromet:
Este artículo participa en el XI Carnaval de geología organizado por Educando Naturaleza.
Qué son diez días después en las contingencias geológicas. Menos que un suspiro, por lo que aún llego a tiempo de un abrazo digital, porque hoy lo mereces más que nunca.
ResponderEliminarComo lamento no encontrar otro expresión más "que cabrón" entre mi extenso vocabulario en señal de admiración de tus historias. Hoy ha sido doble.
Uno en la primera parte del relato por la elegancia al proclamar a los cuatro vientos "señores, se equivocan". Estas desgracias acontecen por estar donde no debemos. Es duro renunciar al territorio, pero a veces los legítimos dueños los reclaman.
El segundo con la historia de "tu" martillo. Igual de difícil no aferrarse a cosas mundanas, cuando en ellas ya se ha puesto el alma. Has removido la historia vivida en una feria de minerales, en la que entre decenas de rodados de fluorita no era capaz de decidirme por ninguno. La chiquilla que generosamente me ofreció ayuda se enteró del porqué de mis dudas. "Mi" rodado de fluorita también me abandonó quebrándose al medio. Ante esto respondió: "UUfffff, que difícil sustituir una piedra".
Amén.
Gracias, José Luis! Me lo tomo como un cumplido, ji, ji...
EliminarSiento lo de tu rodado de fluorita. No somos nada.
Que pena. No lo escribí bien. Si puedes sustitúyelo ;-))
ResponderEliminar"Uuufffff, que mal... Sustituir una piedra"
No puedo...pero queda constancia.
EliminarOtro saludo
Suscribo completamente tus reflexiones sobre el empecinamiento humano en ocupar zonas de riesgo, y comparto tu sentimiento de pérdida por tu herramienta de trabajo, que por cierto, después de doce años e innumerables Aventuras Geológicas, se conservaba muy bien.
ResponderEliminarUn abrazo
Pues ahora tendremos segunda parte, después de lo ocurrido en Cortes.
EliminarUn abrazo.